En septiembre de 1969, cuando me enrolé en el motopesquero Playa Girón, llevaba dos años de terminado mi servicio militar activo. En las unidades, jugando, había descubierto mi última manía de por entonces: inventar canciones. Aquellas primeras criaturas se me habían aparecido para entretenerme las interminables noches de campamento, y para mi sorpresa luego resultó que también se las mejoraban a mis compañeros. Cuando me licenciaron, en junio de 1967, mis familiares y amigos estaban acostumbrados a que les guitarreara lo último que se me había ocurrido, aunque en la escena acumulaba solo un modesto quehacer trovador: el de mis opacas incursiones en los festivales de aficionados en el ejército. Por eso me fue pavoroso verme cantando en un estelar programa de televisión, justo al día siguie nte de haber firmado el documento que me libraba del uniforme. O sea que, cuando abordé el Playa Girón, llevaba veintisiete meses de «artista profesional», aunque más bien me veía como un huésped d
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