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Dios Guardián Cristalino de guitarras
que ahora
más tristes
penden y esperan
de tus manos la palabra

Precipitándome a lo insondable
tus caricias me despiertan a la vez
en un mundo diferente al de recién…

Tu luz es muy fuerte
es iridiscente y altamente psicodélica

Te encuentro cuando el sol abre una hendija
que genera notas sobre la pared sombreada

Y suena tu música en la pantalla
sos el ángel inquieto que sobrevuela
la ciudad de la furia

Comprendemos todo
tu voz nos advierte la verdad

Tu voz más linda que nunca...

Luis Alberto Spinetta

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Hasta siempre Eduardo Galeano

“RECORDAR: Del latín re-cordis, volver a pasar por el corazón.” Y te recordaremos siempre maestro, gracias por tanto! Eduardo Galeano (3 de septiembre de 1940 - 13 de abril de 2015)

Fragmento de La Campana de Cristal de Sylvia Plath

"Vi mi vida desplegándose ante mí, mi vida como las ramas de la higuera verde [...] En la punta de cada rama, como un grueso higo morado, pendía un maravilloso futuro. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era una famosa poeta y otro higo era una brillante profesora y otro higo era Esther Greenwood, la extraordinaria editora […] Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ése árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, lo higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies."

Ejercicio de endurecimiento del espíritu "Claus y Lucas" de Agota Kristof

"La abuela nos dice: -¡Hijos de perra! La gente nos dice: -¡Hijos de bruja! ¡Hijos de puta! Otros nos dicen: -¡Imbéciles! ¡Golfos! ¡Mocosos! ¡Burros! ¡Marranos! ¡Puercos! ¡Gamberros! ¡sinvergüenzas! ¡Pequeños granujas! ¡Delincuentes! ¡Criminales! Cuando oímos esas palabras se nos pone la cara roja, nos zumban los oídos, nos escuecen los ojos y nos tiemblan las rodillas. No queremos ponernos rojos, ni temblar. Queremos acostumbrarnos a los insultos y a las palabras que hieren. Nos instalamos en la mesa de la cocina, uno frente al otro, y mirándonos a los ojos, nos decimos palabras cada vez más y más atroces. Uno: -¡Cabrón! ¡Tontolculo! El otro: -¡Maricón! ¡Hijoputa! Y continuamos así hasta que las palabras ya no nos entran en el cerebro, ni nos entran siquiera en las orejas. De ese modo nos ejercitamos una media hora al día más o menos, y después vamos a pasear por las calles. Nos las arreglamos para que la gente nos insulte y constatamos que al fin hemos consegui...